Hace diez años, no sabía amar. En ese momento, mi madre todavía era joven y vivía en el callejón de su ciudad natal. Me acurruqué contra él, apostando por su amargura y envejecimiento.
Hace diez años comencé a tener una vaga comprensión del amor. En ese momento, mi madre recitaba a menudo esa antigua canción de cuna, y los tonos armoniosos y pacíficos siempre fluían en mis oídos, ondulaban en mi corazón y se acurrucaban en los brazos de mi madre. He crecido.
Más tarde mi madre se fue a la ciudad a trabajar. Cansada, la madre está agotada.
"Hija mía, eres increíble, has ganado un certificado rojo brillante. Estoy orgullosa de ti", dijo mi madre con alivio. Aunque el premio es muy pequeño, su madre siempre la ha cuidado muy bien.
Sentí la cara caliente y me sonrojé.
"Deben estudiar con humildad en el futuro, continuar trabajando duro y esforzarse por lograr un mayor progreso". La madre animó a la gente.
Mirando la expresión esperanzada de mi madre, de repente asentí. Porque en sus alumnos no sólo está el sudor del arduo trabajo de su hijo, sino también un par de ojos llenos de esperanza de maestro. Pensé que, por muy cansada que estuviera, por mi madre y esos ojos esperanzados, perseveraría y terminaría el viaje.
Los días en la escuela secundaria fueron muy duros, como el rugiente viento del mar, picando mi alma y extrañándome. Soy como un barco a la deriva. Estoy cansada, quiero aterrizar, extraño mi hogar y extraño aún más a mi madre. Los pensamientos ruedan y se extienden como olas.
"Hijo, no me extrañes, estudia mucho." La madre todavía decía esperanzada.
Cuando me sentía más solo, me di vuelta y miré el delgado cuerpo de mi madre, pero de repente me sentí lleno de fuerzas. La madre sonrió, y esa sonrisa estaba llena de la amargura del mundo. Esa sonrisa golpeó el corazón del joven una y otra vez.
Con la esperanza de mi madre, partí de nuevo.
La madre comenzó a esperar en el callejón. Espera, espera. La escarcha subió hasta sus sienes y las arrugas se enroscaron alrededor de su frente como lombrices de tierra. Un día, un joven blanco llegó al callejón.
Una sonrisa apareció en el rostro curtido de la madre.
"Mi hijo finalmente tuvo éxito en sus estudios", dijo temblorosa su madre. Su rostro se llenó de alivio.
Mi madre es mayor.
"Quiero llevarte a mirar el sol, la luna y las estrellas, y contar las estrellas y mirar la luna contigo. Quiero acompañarte a completar el camino inacabado. Te quiero para ser feliz en tus últimos años..."
Dijo orgulloso el joven blanco al cielo.
En ese momento, las mariposas volaban en los callejones de mi ciudad natal y la fragancia de las flores llenaba el aire. Un anciano, mi madre, cuidaba a su hijo en un callejón cubierto de musgo.